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«No era el hombre más honesto ni el más más piadoso, pero era un hombre valiente»

-Íñigo Balboa y Aguirre.

Llevaba mucho tiempo esperando aquél momento. Me senté cómodamente al pie de la cama, con un cigarro en la mano, el cenicero cerca y el marcador de páginas, dispuesto a pasar la tarde disfrutando la  novela. No era una cualquiera. Sino una de aquéllas que en su día me hicieron fiel seguidor de las letras. Una más de una de las colecciones que más he disfrutado con los años y que han dado pie a entretenidísimas conversaciones con amigos y familiares. Y emepecé a leer…hasta ayer. Ni una semana me ha durado la condenada.

La novela, como alguno ya se imaginará, no es otra que El puente de los asesinos, última entrega de las Aventuras del capitán Alatriste de Arturo Pérez-Reverte. Y vive dios que la he disfrutado como pocas de la misma colección.

Conocí esta saga gracias a una profesora del colegio que nos obligó a leer, hace más de una década, Limpieza de sangre. Tuve la suerte de contar entre mis familiares con auténticos fans del capitán, lo que me permitió, poco tiempo después, devorar todos y cada uno de los libros que Alfaguara había publicado. Primero, maravillándome con el inicio de todo en El capitán Alatriste, después disfrutando como nunca con El sol de Breda (para mí, la mejor de todas las obras que tienen a Diego Alatriste de protagonista) y poniéndome al día con El oro del Rey. Desde entonces no me he perdido una: El caballero del jubón amarillo, Corsarios del Levante y la que ahora nos ocupa. No es de extrañar que, como muchos otros, esperara como agua de mayo el retorno del mercenario, así como a la jauría de secundarios de lujo con los que esta colección cuenta: Sebastián Copons, el moro Gurriato, Don Francisco de Quevedo y uno de mis favoritos, Gualterio Malatesta. Sin olvidar a todos aquellos que se suman en esta nueva aventura.

Siempre tendré que agradecer a mi antigua profesora (una zorra, por otra parte) el que me descubriera ese fantástico mundo de la España del siglo de oro donde la avaricia, el honor, el acero y la sangre eran el pan nuestro de cada día. Historias llenas de violencia, amor, lealtad y estoicismo que representan como pocas -o al menos así me hacen sentir- lo que fue y significó ser español durante siglos. Y no lo digo en plan patriotero, -pues de todo hubo, tanto bueno como malo-, sino como ejemplo de cultura. En una época en la que parece que gustosos olvidamos cada paso de nuestra historia, maravilla leer y conocer el papel de nuestro país en el mundo, desde los tercios de Flandes a los poemas de Quevedo, desde la crueldad de la inquisición a la lealtad de los viejos soldados. Aprendiendo con entretenimiento, que es como de verdad da gusto aprender, lo que fueron aquellos siglos en los que España tuvo al resto del mundo conocido bien agarrado por el pescuezo.

Como siempre, estas novelas no serían lo que son de nos ser por lo magistral de sus personajes, muchos de ellos perfectos ejemplos de la obra de Arturo Pérez-Reverte.  Alatriste podría haber sido Faulques en El pintor de batallas, el párroco Príamo Ferro de La piel del tambor, o el mismo Lucas Corso de El Club Dumas. Repite el patrón que el autor ha mostrado en todas sus novelas, lo cual no digo en absoluto como crítica. Es su estilo. El héroe cansado -y no hay duda de que el viejo capitán lo es hasta el último de sus poros- es la piedra angular de toda novela revertiana y Diego Alatriste es, en mi opinión, el mejor y más claro ejemplo de este tipo de protagonista.

Si hay algo que se pueda agradecer al autor, más allá de las inolvidables horas de diversión entre capas y espadas que nos ha dado, es el poner al alcance de aquellos que normalmente no gustan de leer historia, ese mundo. De una manera atractiva y novelada, pero siempre fiel y con el rigor histórico tan afinado como le ha sido posible. Uno no puede menos que encomiar el detalle con el que se describen en estas páginas las calles del Madrid del siglo XVII, los canales de Venecia, las Plazas napolitanas o, mismamente, las aguas del mediterráneo y el barro de las guerras en Flandes. Uno casi puede ver y oler esos lugares, imaginándose lo que sería beber una jarra de vino en la Taberna del Turco notando el peso de la vizcaína bajo el jubón por si fuera menester liarse a cuchilladas. Y vive Dios que la sensación, conforme uno se va metiendo en las diferentes tramas y va conociendo los entresijos de la vida de los personajes no podría ser mejor. La prueba de esto es que «Las aventuras del capitán Alatriste» se ha convertido, después de tres lustros, en un éxito que no tiene parangón en el actual panorama literario de nuestro país, con una legión de seguidores por todo el mundo que esperan, libro tras libro y año tras año, el regreso del viejo soldado.

La primera vez que escuché el nombre del libro pensé que sería un cuento para niños (Quizás el recuerdo de Las Avenutras del bandido Saltodemata de mi infancia jugaban en mi contra). Una versión descafeinada de los Tres mosqueteros, o algo por el estilo, que hizo que me acercara a sus páginas con cierta suspicacia ¡Qué error el mío! No tarde ni un capítulo en engancharme como pocas veces a la historia y el ambiente de la novela, disfrutando de esa mezcla de castellano antiguo y moderno que el autor usa y admirando las pocas virtudes que en el héroe protagonista pueden encontrarse: Valentía y lealtad. Sí. Me enganché como sólo las cosas buenas de la vida pueden hacerlo.

Y ahora escribo estas líneas con un puntito de tristeza, porque lo que antaño eran unos cuantos libros por leer ya no son más que un par, y sé que, llegada la hora, me entristecerá enormemente no volver a gozar de las nuevas correrías de Diego Alatriste y Tenorio. Siempre quedará el volver a releer sus páginas pero, obviamente, no será lo mismo. En cualquier caso, espero que mis sobrinos -y llegado el caso, mis hijos- puedan un día coger de mi biblioteca estos tomos amarillos, para entonces arrugados y sucios del roce de mis manos, y descubrir en sus caras la misma ilusión y emoción que yo disfrute en su día. Y tal vez decidan que eso de leer, tiene su puntito.

Quién sabe.